El 27 de enero de 1882, Fray Mamerto Esquiú, reconocido fraile franciscano y obispo de Córdoba, llegó a Villa de María del Río Seco como parte de una misión episcopal. Lo que podría haber sido una visita más en su recorrido pastoral, terminó convirtiéndose en un acontecimiento inolvidable para el pueblo y una marca indeleble en la historia personal de uno de sus hijos más célebres: Leopoldo Lugones.
En aquella jornada calurosa de verano, el obispo fue recibido en la casa de la familia Lugones, una vivienda modesta, como muchas en aquella época, pero colmada de fe y hospitalidad. Allí vivía el pequeño Leopoldo, de apenas ocho años, aún ajeno al destino literario que lo convertiría en una figura central de las letras argentinas. Sin embargo, su memoria conservaría por siempre la imagen de aquel visitante ilustre: un hombre de porte sereno, mirada piadosa y palabras que irradiaban sabiduría y templanza.
Esquiú, profundamente devoto de la Virgen del Rosario, solía llevar consigo objetos religiosos que entregaba como símbolo de su mensaje pastoral. En esta ocasión, le regaló a la madre de Lugones un rosario de madera tallada, traído desde el Santuario de Lourdes, en Francia. Aquel gesto sencillo pero cargado de significado fue resguardado con cariño por la familia y, con el tiempo, pasó a formar parte del patrimonio del Museo Lugoniano, donde hoy se exhibe como un testimonio material del vínculo entre la fe, la historia y la literatura.
Durante su visita, Fray Mamerto también quedó profundamente conmovido por la devoción popular hacia la Virgen Cautivita, una particular advocación local de la Virgen del Rosario que había conquistado el corazón de toda la comunidad. Impactado por esta manifestación de fe, tomó la decisión de dejar un símbolo duradero de su paso por la Villa: mandó tallar una cruz de quebracho, una madera noble y resistente, como lo es la devoción del pueblo.
Esa cruz fue confiada al presbítero Donato Latella, quien la colocó en el oratorio del pueblo. Con el paso del tiempo, su paradero se volvió incierto y durante años se la dio por perdida. No fue sino hasta entre 1960 y 1966 que el padre Donato logró recuperarla, y desde entonces fue trasladada a su lugar definitivo: la capilla del Cerro del Romero, dedicada precisamente a la Virgen Cautivita.
Hoy, la cruz de Esquiú y la imagen de la Virgen Cautivita se alzan en lo alto del cerro, desde donde dominan el Valle del Quillovil, como guardianes silenciosos de la fe popular. Para los habitantes de Villa de María, esta presencia representa mucho más que una postal o una tradición: es un faro espiritual que recuerda el paso de un hombre santo que supo ver en este rincón del norte cordobés un pueblo de profunda fe, digno de ser bendecido y acompañado.
Este episodio de 1882 sigue resonando en el corazón de la comunidad. Se entrelaza con la poesía de Lugones, con la historia del pueblo y con las manifestaciones religiosas que se mantienen vivas generación tras generación. El paso de Fray Mamerto Esquiú no solo dejó objetos sagrados y símbolos visibles, sino que también sembró valores que el tiempo no ha podido borrar: humildad, entrega, esperanza y amor por la Virgen.
La figura de Fray Mamerto Esquiú trasciende el rol de un obispo en visita pastoral. Su paso por Villa de María del Río Seco lo convirtió en un peregrino de la fe, un sembrador de espiritualidad que supo tocar con su presencia las fibras más profundas de una comunidad que aún hoy lo recuerda con gratitud y respeto.
Su legado vive en los objetos que dejó, en los relatos que se transmiten de generación en generación, y en el espíritu de un pueblo que encuentra, en la cima del Romero, el símbolo permanente de su paso y de su bendición
Texto basado en una publicacion de Instagram de Julio Camaño