En el centro histórico de Villa de María del Río Seco, una pequeña iglesia se alza con la serena dignidad que solo el paso del tiempo puede conferir. Construida hacia finales del siglo XIX, esta capilla, de sobria elegancia, se ubica sobre la plaza principal del pueblo, a unos 250 metros de la Casa-Museo de Leopoldo Lugones y a aproximadamente 500 metros de los restos de una antigua capilla, cuyos vestigios apenas emergen de la tierra al pie del Cerro del Romero.
El templo, ubicado en una esquina, se retira discretamente de la línea municipal, formando un pequeño atrio elevado unos escalones sobre la vereda. Desde allí, se impone con su fachada principal orientada al este, pintada en tonos ocre y blanco. La estructura combina sencillez arquitectónica con una notable presencia simbólica. Tres pilastras blancas con capiteles dóricos —firmemente asentadas sobre un basamento oscuro— marcan el ritmo de la nave central y de la torre campanario.
La torre, de sección cuadrada en su tramo superior, repite en cada cara la composición de pilastras y cornisas. En cada una, se abre un vano con arco de medio punto protegido por una baranda de hierro, desde donde asoman las campanas. La torre culmina con una cúpula acebollada rematada por una cruz de hierro forjado, símbolo de la fe que ha perdurado por generaciones.
La entrada principal, una puerta de dos hojas de noble madera bajo un arco de medio punto, está flanqueada por un grueso guardapolvo que se apoya sobre pilastras pareadas. Por encima, un óculo oval —ventana coral— ilumina el interior. En la torre, a la misma altura, otro óculo en posición vertical complementa el diseño. Una moldura prominente recorre la base del frontis y se proyecta sobre la torre, generando un marcado juego de luces y sombras, acentuando los volúmenes del conjunto.
La fachada norte, propia de las construcciones de esquina, es más austera. Presenta un zócalo de piedra a la vista y una puerta lateral de ingreso. En el nivel superior, seis ventanas con arco rebajado dejan paso a la luz, coronadas por la caída libre de las tejas españolas que cubren el edificio.
En el interior, la nave rectangular está techada a dos aguas con diecinueve cabreadas de madera. Las paredes laterales, altas y sólidas, están divididas por siete pilastras en cada lado, entre las que se abren amplias ventanas que inundan el espacio con luz natural. En el muro sur, esas ventanas se transforman en vanos cerrados, y desde allí, un pequeño altar aloja a La Cautivita, imagen venerada por los fieles. La escritora Noemí Vergara de Bietti la describe como “… con su cara parda como el terrazgo, sus ojos negros de irisaciones metálicas, sus rizos castaños y sus hermosas caravanas de oro…”.
En un artículo de 1953, publicado en la revista El Hogar, Vergara de Bietti evoca la iglesia como “sencilla, apagada, humilde… una acogedora incitación al espíritu”. A través de sus grietas y muros desgastados, aún se perciben las huellas de generaciones creyentes, y un perfume antiguo de plegarias parece flotar en el aire.
Fray Mamerto Esquiú, orador de la Constitución de Mayo y figura histórica de la Iglesia argentina, celebró misa aquí en 1882. Este simple dato, rescatado de su diario personal, basta para llenar de reverencia este rincón del norte cordobés.
Más que una iglesia, esta capilla es un testimonio vivo del alma de un pueblo: humilde, resistente, profundamente espiritual.