En el corazón de la Villa de María, al norte de Córdoba, una historia de fe y coraje marcó para siempre la memoria del pueblo. A través del poema El Rescate de Leopoldo Lugones, revivimos el momento en que un puñado de hombres decidieron arriesgarlo todo para recuperar a su amada patrona, la Virgen del Rosario, capturada durante un feroz malón aborigen. Este relato nos transporta a una época de frontera, de lucha y de profundas convicciones, donde la devoción fue más fuerte que la adversidad.
La Virgen del Rosario era la patrona de Villa de María, y por cariño, el pueblo la llamaba "La Cautiva". No era solo un apodo afectuoso: en tiempos de las luchas de frontera, la imagen fue capturada por los aborigen durante un malón, evento que marcaría profundamente la memoria colectiva de la región.
El virrey Sobremonte había fundado la villa como puesto defensivo, con un fuerte rodeado de foso, tapiales y pircas, y una modesta guarnición de apenas veinticinco hombres. A pesar de sus escasos recursos —ocho fusiles, tercerolas, trabucos y sables—, los soldados eran valientes y su fama de ferocidad llegaba incluso al Chaco profundo, provocando respeto entre los pueblos aborigenes.
Después de tres años de paz tensa, una noche de luna llena, cuando menos lo esperaban, un chasque trajo noticias alarmantes: los aborigenes se movían en las zonas altas. Temiendo un ataque, los soldados de Villa de María partieron apresuradamente hacia el norte para interceptarlos. Sin embargo, los enemigos, astutos y guiados tal vez por algún matrero, rodearon las sierras y atacaron el pueblo vacío.
La escena fue devastadora. Los indios entraron a la plaza y saquearon las casas. Atacaron a niños, profanaron los hogares y hasta irrumpieron en la capilla. Allí cometieron la peor de las ofensas: entre burlas y sacrilegios, robaron a la Virgen del Rosario, envolviéndola en un mantel de misa para llevársela junto a su botín.
Cuando los soldados regresaron y descubrieron el desastre, el dolor fue inmenso. Más que la pérdida material, les dolía el ultraje a su Patrona. No hubo lugar para lamentos: juraron rescatarla o morir en el intento. Cambiaron caballos, apenas comieron, y emprendieron una persecución implacable tras los invasores.
El clima jugó a su favor. Una inusual llovizna en mayo, que en esos campos solía anticipar meses de sequía, dificultó el avance de los indios y facilitó el rastreo. Con fe renovada, los hombres de Villa de María marcharon sin descanso, convencidos de que la Virgen misma los protegía.
Tras horas de marcha bajo la lluvia, dos hombres valientes —el alférez Meriles y el sargento Bracamonte— se adelantaron para espiar al campamento enemigo. Encontraron a los invasores acampados, descuidados por el cansancio y el licor, y, para su sorpresa, vieron a la Virgen del Rosario parada junto al fuego, intacta, aunque triste y algo deslucida.
Los dos soldados eliminaron silenciosamente a un centinela y regresaron para organizar el ataque. El asalto fue fulminante: sorprendidos y desmoralizados, los indios fueron derrotados completamente. Pocos sobrevivieron para contar la historia.
Increíblemente, luego del combate, encontraron a la Virgen de pie, limpia y entera, como si ninguna mano impía hubiera osado dañarla. Muchos interpretaron aquello como un milagro, aunque Lugones, en su humildad, se limita a narrarlo sin afirmarlo abiertamente.
La recuperación de la Virgen no fue solo un acto militar: fue un símbolo de fe, amor y resistencia. Para los hombres de Villa de María, representó la victoria de la civilización sobre la barbarie, de la fe sobre la violencia, y de la dignidad sobre la humillación.
Este episodio se transmitió durante generaciones, convirtiéndose en uno de los relatos más entrañables de la tradición oral del norte cordobés. El coraje de aquellos hombres y la protección de la Virgen se recuerdan aún hoy, como un testimonio vivo de una época difícil pero profundamente arraigada en la identidad argentina.