En los agitados años de la guerra federal en Argentina, donde los enfrentamientos entre unitarios y federales teñían de sangre las provincias, tuvo lugar un episodio que quedaría grabado en la memoria popular: la muerte de Francisco "Pancho" Ramírez, el Supremo Entrerriano. Leopoldo Lugones, en su obra Romances del Río Seco, revive esta historia con su inconfundible estilo épico y nostálgico, relatando no solo la caída de un caudillo, sino también el rito brutal que siguió a su ejecución.
Pancho Ramírez no era un hombre común. Gobernador de Entre Ríos, fue uno de los primeros caudillos federales, célebre tanto por su bravura en el combate como por su controvertida severidad. Mientras algunos lo acusaban de tirano, otros, especialmente la gente humilde, lo recordaban con respeto y afecto. Era común escuchar que había sido padrino de más de mil niños y matrimonios, y que a sus propias expensas organizaba milicias para proteger a su provincia.
Su imagen era la de un caudillo cabal: decidido, generoso con los suyos, y feroz con sus enemigos. De ojos celestes, color de la bandera argentina, y de cabello rubio, Ramírez encarnaba la figura romántica del jefe gaucho, cuya vida transcurría entre la guerra y los ideales de libertad.
El principio del fin para Ramírez llegó en julio de 1821. El coronel Bedoya, al mando de dos regimientos —uno santafecino y otro cordobés—, fue comisionado para perseguirlo sin descanso. Bedoya, veterano y astuto, no le dio tregua, acorralándolo cerca de San Francisco del Chañar, al norte de Córdoba.
En la madrugada del 10 de julio, el destino del caudillo se selló. Las fuerzas de Bedoya sorprendieron a la montonera de Ramírez, dispersándola con facilidad. Entre los guerrilleros se encontraba un joven cabo, Felipe Gigena, quien más tarde sería uno de los testigos vivos del evento, y de cuya boca Lugones dice haber recogido buena parte del relato.
En el fragor del combate, los hombres del Río Seco —famosos por su bravura— avanzaron sin descanso. Mientras la montonera huía, Ramírez trataba de proteger a su amada, la Delfina, una mujer valerosa que vestía uniforme militar y peleaba a su lado.
La persecución era feroz. Ramírez, montado en su caballo alazán, intentaba proteger a la Delfina de los soldados que, codiciosos, querían capturarla tanto por su valentía como por los lujosos adornos que llevaba. La situación se complicaba: la polvareda, los vizcacherales y un viento helado obstaculizaban la huida.
Cuando la Delfina cayó boleada por los perseguidores, Ramírez, en un acto heroico, se lanzó a rescatarla. Logró montarla en las ancas de un compañero y ordenó que se la llevaran hacia el Chaco mientras él, solo, se enfrentaba a sus perseguidores para darles tiempo de escapar.
Ese gesto de sacrificio definió su grandeza. Pero también lo expuso a su fin: en medio del enfrentamiento, un disparo certero lo alcanzó por la espalda. Ya muerto, sus enemigos reconocieron a quien habían abatido, y sin demora, como era costumbre para atestiguar la victoria, le cortaron la cabeza.
La cabeza de Ramírez fue considerada un trofeo de guerra. Bedoya ordenó que fuera enviada urgentemente a Río Seco, donde una pequeña guarnición esperaba noticias en incertidumbre. El encargo recayó en José de la Virgen, conocido como "Tata José", un hombre rápido y de fiar.
Sin perder tiempo, la cabeza fue envuelta en un costal improvisado, confeccionado con una jerga de carretilla, y cosida con punteros de jarilla. Montado en un caballo herrado y de buen paso, Tata José partió al amanecer, decidido a cumplir su misión.
El trayecto fue apremiante. El mensajero cruzaba campos abiertos, cortando hacia el naciente, llevando en sus alforjas el más macabro de los mensajes.
Mientras tanto, en el fuerte de Río Seco, los hombres montaban guardia atentos. Las casas del pueblo estaban vacías: mujeres y niños se habían refugiado por miedo a un ataque. Desde el cerro, un vigía divisó una polvareda en el horizonte, inusualmente baja y rala: señal inequívoca de un jinete en carrera.
Era Tata José, quien, sin detenerse, llegó hasta la plaza principal, gritando con voz desgarrada: "¡Ramírez! ¡Ramírez!" Levantaba un bulto en alto. A los pies del pueblo, su caballo cayó muerto de fatiga. El mensajero, sin dudar, sacó del costal la cabeza del caudillo y la alzó para que todos la vieran.
Los soldados bajaron del cerro corriendo. Uno tras otro inspeccionaron el macabro trofeo, observando los cabellos dorados y los ojos, aún nobles incluso en la muerte. Se decidió entonces salar la cabeza para preservarla, y enviarla luego como prueba a Santa Fe.
Así terminó la vida del Supremo Entrerriano: no con grandes honores ni ceremonias, sino con su cabeza expuesta como prueba de victoria. Sin embargo, su leyenda no murió. La figura de Pancho Ramírez siguió viva en el recuerdo de su pueblo, en la memoria de aquellos que valoraban su coraje y su devoción a la causa federal.
Leopoldo Lugones, en su poema, logra transmitir no solo la brutalidad de aquellos tiempos, sino también el profundo sentido de lealtad, valentía y tragedia que rodeaba a los caudillos de nuestra historia.
Monolito al pie del Cerro del Romero que recuerda el lugar de exposición de los restos del Pancho Ramírez.